Una nueva Trinchera

Muchos de ellos sufridores de aquella España sin futuro ni color, de la que tanto costó salir con el trabajo y esfuerzo.
Una nueva Trinchera
Carlos Santos Moreno
Carlos Santos Moreno

Mientras en Bagdad caía la estatua de Sadam Husein, Lucio nos contaba la historia de cuando, ya terminada la guerra civil española, siendo un zagal, se cruzó con los maquis y le enseñaron a fumar. ¿Dónde vive el alcalde, chaval? La pregunta le cogió por sorpresa, pero, tras una tos de ahogamiento, fruto del desacostumbrado tabaco y de un premeditado fingimiento, expulsó una respuesta tan liviana como el humo que se hacía noche en el aire frío y espeso. “Miren ustedes, yo estoy de visita y no conozco a nadie”. Y aquellos señores se marcharon y nunca escuché que hicieran mal a nadie. Apostilla.

Con una bicicleta prestada, venía de visitar a su madre,  que por aquel entonces servía en un cercano pueblo, criando a unos hijos que no eran el suyo; apenas había convivido con ella, pues, al poco de nacer, le tocó criarse con su madre de leche, como él la llamaba; por eso todos los domingos iba a verla, con el pedaleo alegre de la ida y el cansino paso de la vuelta, con ayuda del pesado vehículo, al que movía con gran esfuerzo y al que oía quejarse de sus viejos achaques metálicos a cada golpe de pedal. Entonces todo era decrépito y metálico.

Recuerdo que, unos días antes de la entrada de los americanos, cuando Irak vivía sin conciliar el sueño en jornadas de atronadora muerte y el mundo entero gritaba NO A LA GUERRA, una pregunta malintencionada le volvió a sorprender, muchos años después; a diferencia de entonces, no se atragantó con el humo de la respuesta. Tío Lucio, ¿qué le parece a usted esta guerra?, preguntó la mujer, con sonrisa torcida y sibilina voz, a sabiendas de que él votaba al presidente que nos llevó al letal desenlace. Pues muy mal, hija, me parece muy mal. Y ante la sorpresa e incredulidad de la interlocutora… porque yo he vivido una guerra y no se lo deseo a nadie; esto no debería estar pasando. Sentenció. Y pocas veces he vista tanta sinceridad en unos ojos brillantes. La curiosa suspicaz enmudeció y siguió su camino a ninguna parte.

A lo largo de su vida, Lucio ha tenido que abrir y cerrar muchas ventanas, algunas de ellas dolorosas; como toda la gente que sobrevivió a aquellos años de terror y hambre. Desde Primo de Rivera hasta el gobierno actual, los avatares de un siglo convulso le han enseñado a adaptarse siempre. Él no entiende esta invisible guerra que se lleva por delante a tanta gente sin balas ni estruendos, ni la actual vorágine de letales cifras diarias.

Tampoco entiende la nueva ventana que le ha tocado abrir, junto a su mujer, ya total dependiente de expertos cuidados. Es normal, a los noventa y cinco años, se asoma al balcón de su nueva casa, una habitación con vistas al pasado, a una existencia vivida y sobrevivida en muchas ocasiones, para luchar contra la demencia de mi abuela y contra una pandemia que amenazaba con llegar hasta ellos, mis abuelos, con tantas idas y venidas de sus exhaustas hijas para ayudarles; otras heroínas: las mujeres siempre aguantando el peso de la responsabilidad. Ley de vida o vida hecha necesidad. Para Lucio es difícil asimilar el encierro forzoso al que le conduce la vicisitud sus años postreros, después de casi un siglo de libertad. Pero, desde esta nueva trinchera, como tantos otros, será capaz de mirar hacia el presente con el optimismo con el que, en su larga vida, venció en tantas batallas.

Esta silenciosa y desconocida guerra está acabando con demasiada gente. Muchos de ellos sufridores de aquella España sin futuro ni color, de la que tanto costó salir con el trabajo y esfuerzo de nuestros abuelos y nuestros padres; ancianos y ancianas víctimas, a veces, de la negligencia de quien no sabe ordenar; para los ineptos son daños colaterales. Algún día tendremos que aprender, por una vez, a mirar hacia atrás y a pedir perdón. Las latentes bombas siguen cayendo, ahora en la noche de aquellos héroes, pero nunca olvidaremos sus sacrificios, como nunca permitiremos que reine en sus memorias el corrosivo olvido. No. Esto no debería estar pasando.