"Todo es borroso ahora". Ángel González.

Tiene treinta y tres años, la edad de Cristo; dos carreras universitarias; un máster, que aún está pagando a una entidad bancaria, con un interés del ocho por ciento; un B1 en francés y un B2 en inglés por la Escuela oficial de idiomas; un billete de metro; un paquete de tabaco, por si las moscas; una habitación con vistas a un descampado en un piso compartido y un alquiler que apenas puede pagar; una botella de Johnnie Walker medio vacía del fin de semana pasado; el nombre de un hijo en su cabeza que aún no tiene, pero que le gustaría tener algún día; veinte euros en una cartilla del banco; un carné joven que ya no le sirve para nada; una fotografía donde era feliz, que decora una estantería junto a libros de novela negra; un teléfono que suena y que le dice que se pase por casa para recoger un plato de cocido, que le ha preparado su madre; “Stay away”, de Nirvana, sonando por el pasillo; platos sin lavar en el fregadero; frío en las costillas; vaho en unas ventanas que se empañan en invierno; una lápida con flores por cambiar en el cementerio; un número oculto, que le ofrece a las cuatro de la tarde una oferta que no puede rechazar, para que cambie de compañía telefónica; mil euros al mes por ocho horas al día en una multinacional americana de apuestas deportivas; dos peces dentro de una pecera a la que tiene que cambiarle el agua; un tetrabrik de leche desnatada en su balda asignada de la nevera; una flor de Pascua que pronto morirá; el beso de una mujer con la que queda últimamente; unas noticias sobre el índice de contagios en esta sexta ola; unas imprevisibles y verdaderas ganas de llorar.