Demasiado Ruido

En cualquier caso, ese arraigo mediterráneo define el volumen de nuestra palabra, pero no la verdad o la razón.
Carlos Santos Moreno
Carlos Santos Moreno

La otra noche, en un programa de viajes de la televisión pública, una chica francesa comparaba los hispanos con los galos, bromeando con que los españoles somos mucho más ruidosos. Es cierto, va en nuestro carácter, en nuestra costumbre de reunirnos cuantos más mejor y de entablar conversaciones en las que los mensajes se entrecruzan y el volumen ordena quién habla o a quién se escucha. En cualquier caso, ese arraigo mediterráneo define el volumen de nuestra palabra, pero no la verdad o la razón. Veamos.

El ruido. Hemos utilizado al ágora de nuestro confinamiento, usando cualquier medio a nuestra disposición, para gritar por encima de lo que creemos contrario, para reivindicar justicia y verdad; vamos, para que nuestra idea de verdad quedara por encima de la contraria y viceversa.

Así, hemos asistido a sesiones en el congreso donde las palabras salían envenenadas de la boca de unos políticos cada vez menos aptos; es posible que por una parte fueran mucho más letales que por la otra, pero en un tiempo en el que necesitábamos entendimiento, unos (el gobierno) utilizó verbos demasiado irregulares, mientras que los otros (una parte extrema de la oposición) utilizaba adjetivos calificativos (más bien descalificativos), adverbios fuera de lugar y metáforas poco poéticas. También hemos sido testigos de cómo las redes sociales ardían de mentiras y verdades a medias, desollando personas y personajes a golpe de noticia falsa; cómo se amplificaban los insultos nacidos de los diputados, para convertirse en el despropósito de la convivencia. Y se justificaba tanto la irregularidad de los verbos elegidos de los primeros, como los descalificativos de cianuro en letra de los segundos. Perfecta campaña para unos políticos que no merecemos… o sí. No podemos olvidar, por supuesto, los gritos y el ruido injusto de unas cacerolas con bandera de España, protestando porque sus amos no podían… Lo peor, adueñarse los símbolos de nuestro país, bien para divinizarlos bien para repartirlos por barrios, según sea la profundidad de tu bolsillo. Pero el ruido de quien insultaba esos símbolos o el derecho a manifestarse (sea justa o no la reivindicación) tampoco tiene justificación.

El silencio. Por contraposición, nuestro país ha estado lleno de mensajes silenciosos, pero mucho más fructíferos, plenos de efectividad y cargados de verdad y de futuro. Por ejemplo, la gran cantidad de gente que ha ayudado a los que, a causa de o aumentada por esta dichosa crisis, no tenían para dar de comer a sus hijos; miles de voluntarios que han comprado, donado dinero o comida para que instituciones como Cruz Roja o Cáritas repartieran alimentos, o para que comedores sociales de asociaciones de vecinos o parroquiales ofrecieran comida caliente y esperanza, mientras llegaban una ayudas vitales que, por desgracia, estuvieron también contaminadas por el ruido; y los miles de voluntarios que han recogido, cocinado y repartido esos alimentos. Los aplastantes silencios de los que ayudaban a vecinos ancianos o sanitarios para hacer la compra o que compartían con ellos su propia comida. El heroico silencio de médicas y enfermeros que han luchado contra el virus en una guerra desigual y agotadora. El silencio de hormiguita incansable de tantos trabajadores de comercios de primera necesidad, de limpiadores y barrenderas, de tenderos de barrio… El agradecido silencio continuo de fuerzas de orden y seguridad, para que estuviésemos bien informados y bien protegidos. Y muchos y muchos más silencios a los que debemos nuestra dignidad social.

El silencio. Ese silencio que construye, sin necesidad de gritos ni de golpes metálicos; ese silencio que salva, sin necesidad de redes insociales y programas basura; ese silencio que renueva la esperanza de que, como pronosticaba hace unas semanas, quizás con demasiada ingenuidad, tal vez podamos salir de esta pandemia como una sociedad mejor. Sólo hace falta alabar y abrazar silencios que construyen ese futuro esperanzado y dejar de aplaudir el ruido.