Ese chico al que usted aplaude.

El chico no se cree el elogio de las manos batiendo parabienes, sabe muy bien hasta dónde alcanza la altura de su arte.
Ese chico al que usted aplaude.
Carlos Santos Moreno
Carlos Santos Moreno

Termina la frase postrera, desaparece la exigua luz, el telón tiembla de impaciencia y los aplausos aniquilan esos nervios de actor, que se transformaron en tensión al comenzar y que revientan en euforia cuando termina de parir la representación. Al otro lado del proscenio, quienes rompen en agradecida ovación son, en gran parte, conocidos o amigos. El chico no se cree el elogio de las manos batiendo parabienes, sabe muy bien hasta dónde alcanza la altura de su arte. Es consciente de que su esfuerzo es máximo pero la calidad de su interpretación aficionada no merece tan estruendosa alabanza. Esa consciencia le tranquiliza y le satisface; conoce sus defectos, analiza sus errores y digiere apenas sus miedos; sabe que actúa por amor a la escena, porque interpretar personajes es una fascinante manera de conocerse a sí mismo. Pone todo su entusiasmo y mejora todo lo que puede; por eso le hace feliz, por la posibilidad de crecer y disfrutar.

Admira en secreto a algún compañero y en público a unos pocos clásicos. Le enternece Plácido, de Berlanga, y le emociona un José Sacristán que absorbió el teatro de la pequeña ciudad en la que vive. Dice que es tan Fordiano como adorador de Katharine Hepburn, que con Hitchock aprendió que nada es lo que parece y que Tarantino le sorprende y le desorienta por momentos iguales; que Meryl Streep es la diosa en la que refleja sus defectos actorales y que le hubiera gustado ser el James Stewart de El hombre que mató a Liberty Valance o el Gregory Peck de Matar a un ruiseñor. El cine es el cine, pero el teatro le apasiona porque no le impone límites y le abre todas las posibilidades que esté dispuesto a poner en juego, a pesar de sus carencias.

Al chico, no le interesa lo más mínimo pero sí le preocupa al máximo, la orgía de golpecitos en el hombro y puñaladas por la espalda que ha tenido lugar en Valencia, como si se tratara de una obra dramática, a veces esperpéntica, a veces trágica, pero de poca calidad, por cierto. Le inquieta el asunto, pues se teme el futuro que se avecina; por eso aprovecha la resaca de su éxito para leer con sigilo lo que ha pasado durante el fin de semana. Comprueba, atónito, el baño de aplausos que se fueron sucediendo – lo que picarán aquellas manos –. Los apoyos de barro que ha recibido el presidente del Partido Popular son frugales y peligrosos, porque nacen del interés y ya sabemos que es una veleta a merced del viento, y porque, como la mayoría de los políticos de primera fila, no los merece. El chico recuerda cómo ha sido y es su oposición, más bien, su devastación parlamentaria: negativa a todo, nulas aportaciones o alternativas y un catálogo vergonzoso de insultos y falsedades vestidas de verdad a medias.

La diferencia entre este chico aprendiz de todo que sale orgulloso del teatro y el chico portador de la verdad, con la arrogancia del chivato, encumbrado en el congreso popular, es que este último, cual emperador sin traje, sí se lo cree.