PALABRAS

Hay un proverbio árabe que seguro que habrán escuchado y que a mí me encanta: somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras.
Jesús Pino Jiménez
Jesús Pino Jiménez

Los hay que piensan que las palabras vuelan y que una vez salidas de nuestra boca se pierden vete tú a saber dónde, sin ninguna repercusión. Hay quienes precisan que sólo se evaporan las habladas y que las escritas, en cambio, permanecen, pero quizás esto era más cierto en épocas en las que la escritura era el único soporte de grabación, no en nuestros días, en los que cualquier comentario que hagas se puede registrar de muchas formas y luego ser difundido por las redes y alcanzar gran resonancia. Hay también un proverbio árabe que seguro que habrán escuchado y que a mí me encanta: somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras. Yo me inclino a pensar que, en efecto, el eco de lo que decimos o escribimos se sigue escuchando después de que lo hayamos dicho y que puede tener consecuencias que a lo mejor no hemos calculado, por lo que todos deberíamos ser más cuidadosos con nuestras manifestaciones y de manera muy especial, claro, los que tienen una notoriedad pública, como por ejemplo nuestros políticos. Lo que vemos en este campo en estos días tan críticos, sin embargo, descorazona bastante, ya sea que miremos al extranjero o que pongamos la lupa en nuestro propio terruño, en el que no faltan ejemplos, a izquierda y derecha, de los excesos verbales de los que estamos más que hartos. Me parecen muy pagados de sí mismos, muy seguros de su supuesta superioridad intelectual y moral, muy necesitados de méritos de partido o sencillamente muy acostumbrados a mentir los que profieren barbaridades como las que estamos escuchando últimamente y no se sonrojan lo más mínimo ante semejantes atropellos y me da mucha tristeza que sus partidarios no les afeemos de forma más enérgica sus errores. Me van a permitir que no cite nombres, porque seguro que están en la mente de todos, pero si voy a mencionar dos honrosas excepciones a lo que vengo comentando. Una es la de Portugal, que, como es de todos conocido, nos ha dado una lección de buenas prácticas, y la otra es la del alcalde de Madrid, que el otro día escribía un artículo en el País en el que declaraba que estaba trabajando codo con codo y de forma leal con la oposición. No todo está perdido, por fortuna. Los antiguos romanos, a los que tanto aprecio y con los que me gano la vida, reflexionaron mucho sobre el arte de hablar y nos dejaron sustanciosas píldoras al respecto. Cicerón, el gran maestro de la oratoria, decía, por ejemplo, que “oratio vim magnam habet”, es decir, que la palabra tiene gran fuerza, o que “oratorem irasci minime decet”, es decir, que para nada conviene al orador encolerizarse. Catón sostenía que el orador ideal es un “vir bonus dicendi peritus”, es decir, que el orador ideal es un hombre bueno que sabe hablar. La Biblia tampoco es manca y nos recuerda que “ex abundantia cordis os loquitur”, es decir, que la boca habla de lo que abunda en el corazón. Pero no hace falta ponernos pedantes con citas latinas, las madres nos decían, cuando éramos chicos, que había que hablar de las personas con “respeto humano”, es decir, que podíamos hacer críticas al prójimo, pero sin caer en la falta de piedad y sin ánimo destructivo. Quizás sería bueno que todos sometiéramos lo que hemos dicho o hecho en estos tiempos, los mensajes que hemos compartido por las redes, al espejo insobornable de nuestra conciencia, que sabrá decirnos sin duda si hemos acertado o no. Y regresando de nuevo a la pedantería, me voy a tomar la libertad de terminar esta columna con una nueva cita, con una frase que intento interiorizar y de la que me hubiera gustado ser autor, pero tuve la mala suerte de que se me adelantó hace varios siglos uno de los famosos Padres de la Iglesia. Me refiero a San Agustín, que dijo aquello de “ama et quod vis fac”, es decir, ama y haz lo que quieras. La escuché en una clase de filosofía de COU y jamás la he olvidado.