CUADRILÁTERO

En esas fronteras de hilo y algodón, en ese cuadrilátero con forma rectangular todo cobra sentido, todo resulta un poco menos grave.

Mi hijo tiene cinco años, un amigo que se llama Julio y un perro que se llama Verso. Algunas noches, casi todas, viaja de madrugada de su habitación a la nuestra, se mete en medio de su madre y de mí y siente que su mundo es más seguro. Desde hace meses noto su rodilla en mi espalda, su cabeza en mi nuca, su codo en mi barriga. Dormir se ha convertido en una carrera de obstáculos, y sin embargo, no encuentro un lugar mejor que esa cama para vivir. En esas fronteras de hilo y algodón, en ese cuadrilátero con forma rectangular todo cobra sentido, todo resulta un poco menos grave.

Allí no necesitamos luz, que ahora está por las nubes, ni gasolina para llenar el depósito del coche. Allí no nos salpican los gritos que escuchamos por televisión, no hay odio, no hay rencor. Allí Putin no existe, ni las bombas nucleares amenazan nuestro pequeño universo; por no haber no hay ni siquiera dolor. Allí la prima de riesgo es un familiar lejano, el Euribor es una palabra demasiado extraña, los números rojos en la cuenta del banco tan solo son colores. Allí, donde todo se puede durante toda la noche, donde el mar no nos toca pero escuchamos sus olas. Allí, lugar infranqueable, planeta sin gobierno, escenario bendito de una risa segura, donde el tiempo se para para hacernos dichosos y la vida parece un regalo divino. Allí, en ese enigmático espacio cuyo suelo es de espuma y no entiende de excusas. Allí, en esa cama de las mil y una noches, de las cuatro estaciones, del país de los sueños, de ese cine de las sábanas blancas, que siempre tiene un final feliz.