Un hijo escritor

<strong>Siempre he soñado con ser un poeta de los que salen en las antologías, de los que llenan salas de lectura y pueblan conferencias</strong>

Mi madre cree que soy un gran escritor, uno de esos que firman autógrafos y salen por la tele; cree que soy de esos escritores famosos que han llegado a lo más alto que se podía llegar. De vez en cuando le dice orgullosa a las vecinas que su hijo se hincha de vender ejemplares de su último libro. Muchas veces he pensado en romperle el corazón y contarle la verdad, pero no me atrevo.

Siempre he soñado con ser un poeta de los que salen en las antologías, de los que llenan salas de lectura y pueblan conferencias. Mi primer sueño era fichar por una editorial como Visor, que mis poemas juveniles llevaran un vestido negro con letras blancas; por eso cuando conseguí reunir unos cuantos poemas de un modo precipitado, e incluso con cierta ansiedad adolescente, me autoedité el poemario, y, como no podía ser de otra manera, lo disfracé con pastas negras, copiando a la mencionada editorial. Creía que por comprarme un vestido de imitación lograría convertirme en un prestigioso escritor. Nada más lejos de la realidad, ya que cantaba a la legua que de poemario tenía poco y de calidad mucho menos. No recuerdo quién dijo que es mejor no publicar tu primer libro, que es mejor esperar al segundo.

Después, comencé a presentarme sin éxito a premios literarios de los gordos, pongamos que hablo del Loewe, Adonáis, Hiperión y un largo etcétera de certámenes que habitan en el Olimpo poético. Y, como era de esperar, continuaba con mis ínfulas de poeta y con una madre que seguía contándole a las amigas las virtudes de su hijo. Y eso que mi segundo libro, ya sí podía considerarse libro, logró cruzar las fronteras de los premios terrenales y se publicó gracias a una asociación sevillana, donde el mayor premio fue la gente que conocí, porque el poemario sin distribuidora casi no se vendió.

Pasó un cierto tiempo y aprendí que hay más escritores que lectores de poesía, más juntaletras que poetas, y que no tenía ni idea de literatura (por mucho que fuera profesor) y mucha menos idea del mercado editorial. Nacho Montoto, un buen amigo y mejor poeta, que por desgracia se marchó prematuramente, me dijo una vez que tirara casi todos mis versos y me pusiera a leer, que leyera a otros autores, y luego ya si eso escribiera. Siempre les digo a mis alumnos que lean, aunque sea el prospecto del Paracetamol, pero que lean. Si alguien pregunta por mi madre, imaginaos ya con el tercer libro.

Y vino el cuarto, aunque si soy sincero, creo que fue el primer libro en merecer algo la pena. Tardé años en entender lo que significaba dejar fermentar unos textos y podar casi todo en un poema. Gané con él un premio, y tuve el honor de que una de esas editoriales conocidas pusiera en circulación mi poemario. Yo empecé a creerme lo que no era, y ya ni os cuento mi madre. Comencé a acudir a ferias de libros, a firmar poco y a hablar mucho, a leer en recitales y a soñar con un Olimpo, reservado para unos pocos.

Y ahora, aquí sigo escribiendo lo que me dejan o lo que sé, que viene a ser lo mismo, publicando en revistas, presentando libros, conociendo gente, e incluso a veces entrevistando por la radio a escritores de verdad. Asumo que mi nombre no estará en más sitios que en mi buzón, que apenas algunos amigos leerán mis textos por compromiso, que mi madre seguirá pensando que tiene un hijo escritor y que la vida, como tantas otras cosas, está hecha para la felicidad. Por eso, cada día soy más feliz leyendo todo lo que cae en mis manos, incluso el prospecto del Paracetamol.